Ensayo de fenomenología pleistocénica

Pared pintada

Su hijo mayor ya había pasado los primeros cinco inviernos sin enfermarse, y le gustaba jugar con los demás niños a perseguirse, y recoger fruta y caracoles de los arbustos. Al verlo correr de un lado a otro entre las flores le recordaba a los pájaros, así que lo llamaba H’hiu-H’hiu. Su hija menor estaba todo el día colgando en su bolsa, pegada a su espalda, así que no la llamaba de ninguna manera. Sus otros dos hijos habían muerto cuando eran muy pequeños, los dos de fiebre. Nunca los llamó. A veces recordaba sus caras, pero no mucho más. 

Los días estaban calurosos, y había bastante comida. Aun así nunca tenía tiempo para jugar como lo hacían los hombres. Después de ir a buscar raíces, o fruta, o pescado, había que hacer martillos y flechas. Siempre se terminaban rompiendo, así que no estaba de más guardar unos pocos junto con las demás cosas. La cantera estaba bastante lejos, pero siempre estaban ahí las personas con quien más le gustaba estar. Ahí pasaban el tiempo cantando y hablando. Antes de que se escondiera el sol, había que preparar el fuego en la cueva.

Cuando la gente la llamaba, le decía H’han-gg, igual que a las ranas de los charcos, porque siempre estaba pensando, callada mucho rato, pero cuando hablaba hacía mucho ruido.

H’han-gg llevaba muchísimos días enferma, pero el médico era una persona bastante tonta, o al menos eso pensaba ella. Si bien sabía cuándo sajar la piel para que saliera pus y una vez le había arreglado una pierna que se le había roto, no era capaz de entender la enfermedad que tenía ahora. Piedras en el pecho.

—Eso no existe.

Pero ella estaba segura de que tenía piedras en el pecho. Si no, ¿por qué le pesaba tanto?

Su más buena amiga de la cantera se cayó al río y se murió. Empezó a ver más seguido a su hermano, que tenía un pie cojo y por eso prefería pasar más tiempo en la cantera. Le llamaban Tik-Tik, porque era el ruido que hacía con su bastón. No se conocían mucho, así que le contó lo que le había contado a todos los demás: que estaba muy enferma porque tenía piedras en el pecho. Tik-Tik se quedó pensando, callado mucho rato, y le dijo que tenía piedras-en-el-pecho

Escuchar esa palabra nueva le quitó un peso de encima. Literalmente. Como en un acto de magia del festival del valle, las piedras en su pecho desaparecieron por completo. 

—¿Cómo lo hiciste?

—¿Hacer qué cosa?

—Quitarme las piedras. —Y las piedras volvieron a su lugar, más pesadas que nunca. 

Él había tenido piedras-en-el-pecho hace años. Cuando era niño, no le llamaban Tik-Tik, sino Pies de Mierda. Cada vez que escuchaba ese nombre, su pecho sumaba un guijarro. El peso apenas lo dejaba levantarse. Tirado en el suelo, llorando, lo escuchó por última vez. Como en un saco desfondado, las piedras cayeron por todos lados, y lleno de una energía inusitada le abrió la cabeza de un bastonazo al niño que tenía enfrente. 

Fue esa noche a acostarse con la sensación de que estaba pasando algo muy importante. Las patadas de H’hiu-Hh’iu, que dormía a su lado, no la perturbaron en lo más mínimo; tampoco hubiera podido dormir. Estaba pasando algo importante, y las piedras-en-el-pecho tenían algo que ver. El peso de las piedras aparecía y desaparecía, con un ritmo propio que tampoco podía seguir. Se levantó, y fue a buscar algo de agua.

Tik-Tik recién se había despertado, y estaba comiendo algunos restos con otras tres personas. Conversando. Luego volverían a dormir.

—Quiero que conversemos. —Los otros tres se fueron a dormir. —¿Qué sabes sobre las piedras?

—Creo que son espíritus, o al menos se portan como espíritus. Con el tiempo, los aprendí a dominar. Si los llamas por su nombre, desaparecen. También existen las piedras-en-la-guata, y las serpientes-en-el-cuello.

H’han-gg sintió que la serpiente abandonaba su cuello. Tragó un cuenco de agua y sintió cómo pasaba libre hasta llegar al resto de su cuerpo. Ni siquiera se había dado cuenta de que un espíritu llevaba años estrangulándola.

—¡Eres mejor que el médico! ¡Hay que contarle a todos!

Por su parte, él nunca había reflexionado mucho en eso. Desde niño aprendió a controlar los espíritus, pero pensaba que eran un problema que tenía sólo él. Sólo buscaba y buscaba el nombre del espíritu que le curvaba su pie.

—¿Crees que los demás tengan espíritus también?

—Vámonos, los cuatro. En este pueblo son todos estúpidos, y yo tengo una idea. A mi hija la llamaré Alegría. Y todos me van a llamar Fuego, porque vamos a espantar a los espíritus.

Los colores de la cueva cambiaron. Hordas de pequeñísimos espíritus abandonaron su cuerpo, y el futuro se dibujaba claro en las paredes: Conocerían a las otras tribus, les ofrecerían su magia, curarían todas sus enfermedades ¡y los colmarían de regalos, suficientes como para vivir por lunas enteras sin preocuparse!

No tenían tiempo siquiera para pensarlo. En pocos días bajaban por el río los Cazadores-de-perezosos, y no los iban a alcanzar a menos que partieran ahora, y partieran ligero. Tomaron los bolsos y el bastón y partieron. Nunca más nadie escuchó hablar de H’han-gg ni de Tik-Tik.

La Pasta

un codo de cobre

Me inspira esa expresión “la Pasta de algo”. Creo que viene de esa observación extremadamente aguja (otra expresión notable), de que hay estados de vida que son en algo similares a Estar en la Pasta (de la Pasta Base).

Hace poco, hoy mismo para ser preciso, me puse a pensar en la Pasta de seguir un movimiento político. Podríamos decirle la Pasta de la Militancia. Cómo esas personas empiezan a ver el mundo y sus mecanismos en función de esa Droga. Y la Pasta de la Religión, que empieza a moldear todas sus conductas, sus ideas, sus respuestas.

Esa adicción informe, esclavitud, la más terrible e infame de todas.

Tengo la suerte de no tener una adicción, que yo sepa. Salvo la comida, pero (y de manera completamente consciente de la ironía de todo esto) siento que son cosas distintas. Pero últimamente estuve expuesto a una de esas visiones de mundo tan totalizantes, que me hicieron estar a punto de Caer en la Pasta. Y darme cuenta de que es una Droga me salvó. La libertad de disfrutar el mundo sin los prejuicios de mi propia Pasta me la agradezco profundamente. 

Atentos, que pueden Estar en la Pasta.

Neurocuento en tres actos

Sonrisa, dientes, ojos achinados. Coincidentemente, emanado de un núcleo primate del centro del alma, la contracción de cierta musculatura facial. Inmediatamente, un cambio brusco afuera. Más sonrisas, más dientes, ojos más chicos. Y grititos agudos, suaves, agradables. “Agú”. Recompensa. Más contracciones. Más cambios, más sonidos. Tacto, caricias en todo el cuerpo. Más recompensa. A dormir, a guardar todo. 

Contracciones coordinadas de varias partes del cuerpo. Antes, eso produjo sonidos, ahora también. “Mmmmaah, mmm ah”. Una evocación. Mamá. Antes, eso se escuchó  junto con mamá. Un esfuerzo por repetir esa secuencia coreográfica de movimiento del cuerpo. Mover la faringe, los labios, el diafragma, sentir el aire salir, retumbar las cavidades: “mmmah mmah”.  Más evocación. Y, de pronto, un cambio brusco afuera, mucho movimiento. Sonrisas, dientes, ojos achinados. “¡Mamá! ¡Dijo mamá!”. Tacto, caricias en todo el cuerpo. Recompensa. A dormir, a guardar todo.

Una evocación. Mamá. No hay afuera nada. Se derrumba la expectativa. La angustia llamando a la acción, a explorar el repertorio, se está volviendo insoportable. Algo, de todas las opciones, se siente como lo único posible: gritar con todas las fuerzas. “¡Mah mah!”. Más evocación. Y de pronto, se cumple la expectativa. Mamá afuera. Tacto, caricias en todo el cuerpo. Recompensa al máximo. Puedo cambiar el mundo. A dormir, a planear. Hay mucho que cambiar.

La sensación de irreversibilidad del cagazo

Uno de los jurados refirió cómo él estuvo a punto de ahogarse; el otro relató cómo viviendo en el campo, en un sitio alejado de toda farmacia y de todo médico, envenenó a su propio hijo dándole por equivocación vitriolo en vez de bicarbonato de sosa. La criatura sucumbió, y el padre por poco se vuelve loco…

Anton Pavlovich Chejov. «Las sensaciones fuertes»

Me hace falta, mucha falta, en nuestro idioma español, un nombre, una palabra. El nombre para la sensación intensa, totalizante, de la irreversibilidad del cagazo recién cometido.

Lo recuerdo perfectamente. Había que sacarle el hielo al congelador. Había mil doscientas maneras de hacerlo; pero el troglodita interior también tenía que manifestarse. La necesidad de la herramienta paleolítica. El cuchillo como el cincel y el martillo la palma de la mano. La actividad segura. Nada puede salir mal. Cómodo. Lento pero seguro. Cada pedacito de hielo que se desprende me genera una satisfacción superior a reventar esas burbujas de plástico. Una y otra vez. Me atrapa.

—Sigue después.— No quiero. Estoy entretenido. —Deja de hacerlo.— No puedo. Estoy apunto de avanzar un poco. Va a ser glorioso. En algún momento voy a haber avanzado un poco más, y ya va a faltar tan poco, que solo me va a quedar terminar.

Y ese sonido.

Dura apenas un instante. Como una cámara de bici pinchada por un gran clavo. Pero ese sonido cambia el espacio y el tiempo. Cambia los colores del living. Cambia el ruido ambiente. Y me cambia, me cambia como el atropello de un camión gigante. Ese segundo de pura emoción más potente que una semana. ¿Dónde arrancar? La cagué. Irreversiblemente. ¡Un refrigerador completo, por la chucha! Nada que hacer. ¿Quién hubiera pensado que pasaba un tubito de mierda, justo por ahí? Me pican las manos. Conchetumadre. No quiero mirarte. —¿Qué pasó?— Ni siquiera sé bien.

Y ese segundo. Lo reconozco cuando lo veo. Cagazos me he mandado varios. Algo así como que se te rompa un huevo, pero la docena completa. Atravesar ese ventanal. Quebrarle esa patita a la hueaita esa, en vez de arreglarla, quedarse sin bici en el proceso. Pero me falta una palabra.

Preguntas

Una pregunta para los músicos:

¿Qué pasa con los Beatles?
Que primero te gustan,
y luego te aburren.
Pero después recuerdas por qué te gustaban.
Y luego recuerdas por qué te aburrieron.
Pero al final de todo estás con tu hijo,
y le pones los Beatles una vez más.

Y una pregunta para los viejos:

¿Cuántas veces te puede pasar?,
¿Te aburren al final,
o te gustan para siempre?
¿O aprendes a vivir con el hecho
de que siempre te han aburrido
pero los vas a escuchar hasta la muerte,
porque ahora son música para viejos?