Ese viejecito simpaticón, siempre con la lengua afuera. Viejo pícaro. Viejo chascón. Viejo caperuzo. Harto inteligente que era el viejo. Que en 1915 dijo: espacio y tiempo son una misma cosa. También lo dijo por esos mismos años otro bigotón Minkowski, pero no es tan emblemático como el nuestro.
Y fíjate que ese viejo llegó a una verdad de carácter cósmico. Dijo: esta es una propiedad de la realidad misma: todo cuanto existe está infundido de ella. Tal como las otras propiedades religiosas: Rojo Tios es espantoso, Dios está en todas partes, la rueda del samsara sigue girando. Y bueno, habrá que creerle, porque han accedido a ellas mediante esos métodos en que confiamos. Si yo conociera esos métodos podría llegar a las mismas verdades, ¿cierto?
Más le vale que sea cierto, porque ahora yo tengo que vivir en un mundo en que la velocidad de la luz es constante y lo que varía es el espacio-tiempo mismo; y la masa, sin olvidarse de la masa, que hace quizás qué diablos con la curvatura de la estructura misma del universo. ¡Y actuar acorde, po! ¡Quizás qué consecuencias traiga cometer alguna herejía!
Entonces que nadie me venga con ese cuento chino de que la relatividad general no es una religión. O pónle cosmovisión.
Me inspira esa expresión “la Pasta de algo”. Creo que viene de esa observación extremadamente aguja (otra expresión notable), de que hay estados de vida que son en algo similares a Estar en la Pasta (de la Pasta Base).
Hace poco, hoy mismo para ser preciso, me puse a pensar en la Pasta de seguir un movimiento político. Podríamos decirle la Pasta de la Militancia. Cómo esas personas empiezan a ver el mundo y sus mecanismos en función de esa Droga. Y la Pasta de la Religión, que empieza a moldear todas sus conductas, sus ideas, sus respuestas.
Esa adicción informe, esclavitud, la más terrible e infame de todas.
Tengo la suerte de no tener una adicción, que yo sepa. Salvo la comida, pero (y de manera completamente consciente de la ironía de todo esto) siento que son cosas distintas. Pero últimamente estuve expuesto a una de esas visiones de mundo tan totalizantes, que me hicieron estar a punto de Caer en la Pasta. Y darme cuenta de que es una Droga me salvó. La libertad de disfrutar el mundo sin los prejuicios de mi propia Pasta me la agradezco profundamente.
La primera de mis reseñas comenzaba con la pregunta: ¿qué tanto olvidamos nuestra calidad de bola de carne? Fue preciso detenerse en cierto punto que hizo más fácil la reflexión posterior, y era que aun simplificando bastante, bola de carne nos queda chico como concepto, al menos en la parte topológica o geométrica, y que es preferible el término toro de carne, ya que así incluimos ese tubo tan querido por todos nosotros. Por simplicidad, al referirme en el futuro al concepto de bola de carne, entenderemos todos naturalmente de qué se trata.
Pero la pregunta sigue. A veces, al hablar de nosotros, nos referimos a esa bola de carne cubierta de piel, y otras, nos referimos a una estructura mayor: una entidad que es separada de la vulgar masa que la sustenta. De hecho, pareciera que ni siquiera vive en el presente. Se proyecta como un cordón hacia una cuarta dimensión, hacia el pasado y el futuro. Esa segunda estructura parece calzar la mayor parte del tiempo con nuestra idea de nosotros. Después de todo, nada hay de elegante en ser un pedazo de materia, ¿cierto?
La visión más elegante del ser humano, un elegante cordón: un gusano toroidal cuatridimensional.
Sin embargo la mayor parte del tiempo actuamos más como bola de carne que como cordón cuatridimensional. La mayoría de nuestras actividades no son elevadas; más bien estamos atados fundamentalmente a nuestras más ridículas necesidades presentes, como comer, beber, dormir, mear y cagar, y un porcentaje importante de nuestro día a día está en función de eso. Mientras hacemos eso, ¿cuál estructura somos?
Nos proyectamos continuamente hacia el pasado y hacia el futuro, añorando y planificando. Pero la realidad ridícula está siempre a la vista y presente: somos tan tridimensionales como podemos serlo. Vivimos a cada momento en el tiempo presente, y además, nuestros pensamientos están intrincados con el funcionamiento de nuestro cuerpo biológico. Pensamos distinto de noche que de día, sobrios de ebrios, con hambre de satisfechos, felices de tristes.
De hecho, toda esa farsa es una propiedad de la carne. Nuestros recuerdos, recuerdos que son la base fundamental de nuestra identidad, identidad que es el principio que nos da el derecho a ser cuatridimensionales y ser uno en toda la extensión temporal, esos recuerdos, son biológicos en su naturaleza. Son, por tanto, presentes siempre y nada hay inmutable en ellos. Nuestro pasado hoy es distinto que mañana, y es también distinto de noche que de día, sobrio de ebrio…
Pero como siempre, hay redención. Quizás la elegancia del gusano toroidal de cuatro dimensiones es la verdadera farsa. Nuestra estructura no es perfecta. Es difusa hacia el pasado, y completamente indeterminada hacia el futuro. La sección presente, el pedazo tridimensional que respira y mea es la vulgar bola de carne. Pero visto en sus cuatro dimensiones aparece su estructura final, la gloriosa cuncuna, con sus miles de pelitos hacia todas direcciones, cada uno el pasado que nunca fuimos y el futuro que nunca seremos.
La verdadera elegancia del ser humano: la majestuosa cuncuna peluda.
Aceptar que en líneas generales somos un toroide es fácil. No es nada degradante si pensamos que probablemente no sea coincidencia, y que el producto de millones de años de evolución demuestra que los animales más interesantes son casi todos toros.
De hecho todo animal que se precie de tal, o que tenga a su haber algún logro es de los nuestros. Para calificar solo hay que tener una boca y un ano; simplemente adscribir a la mínima decencia de comer por un lado diferente del que se caga. Los pájaros, que desde la época de los dinosaurios conquistaron el cielo, y se lo apropiaron para siempre (hasta la llegada muy posterior de los murciélagos, colugos y ardillas voladoras), son toros. Todos los bichos, incluyendo abejas, arañas y el noble escarabajo, son toros; hasta los carismáticos cangrejos, que carroñeros y todo, tienen su propio tubo, con sus dos extremos bien puestos. Los nemátodos, gusanos de todos los portes que cubren la superficie de la tierra y el mar; a veces por ahí libres, otras tantas parasitando la piel, tripas o sangre de otros animales; esos también son toros.
¿Quiénes son entonces los animales esféricos (sin hoyos o tubos)? Seguramente vermes despreciables del inframundo, pensará el lector. Sin embargo estará muy equivocado. A pesar de que el equipo esfera está muy desventajado tanto en número como en elegancia y nobleza, tiene joyas ocultas. Talentos perdidos que no llegan a las portadas de National Geographic, ni han merecido hasta ahora muchos minutos de la voz de David Attenborough, pero siguen siendo dignos de nuestra atención. Hagamos, pues, un breve recorrido por el nutrido catálogo de animales esféricos:
Primero tenemos animales que solo lo son porque los científicos lo deciden así: algo de mitocondrias y moléculas. Se agrupan en los Parazoos, y, a diferencia de cualquier animal propiamente tal, no se organizan en tejidos diversos, como músculos, intestino o nervios, y se comportan más como colonias de células. Conocemos dos grupos: las esponjas (poríferos) y los placozoos, grupo al que solo pertenece un bicho (Trichoplax adhaerens) parecido a un globo que repta en las costas del Mediterráneo y el mar Rojo. Solo se le conoce desde finales del siglo 19, y se creía que era larva de otro animal, pero resulta que, a pesar de no tener ningún órgano, genera sus propios espermatozoides y óvulos.
Y dentro de los animales propiamente tales, tenemos también a los cnidarios, grupo dentro del que se encuentra todo tipo de animales que compartan la característica de tener cnidocitos, células como pequeños arpones, que usan unas tantas veces para cazar y comer, y otras para envenenar y molestar a los desprevenidos bañistas que los rozan, o a sus cadáveres. Y de estos animales hay varios tipos, pero el avispado lector más o menos ya sabrá de quienes estamos hablando: se trata de las medusas, avispas de mar, anémonas, corales e hidrozoos. Los primeros no necesitan introducción, pero los hidrozoos son, sin entrar en detalles, como medusas pero medio pulpitos. Alguna razón tendrán los que saben para separarlos; y contienen a la famosa fragata portuguesa, y las hidras, unos simpáticos animalillos que tienen la notable característica de ser biológicamente inmortales. Tal cual, no envejecen, y no mueren de manera natural.
Pero el equipo toro contraataca: también tenemos animales que parecen medusas, los ctenóforos, pero que son, a mi gusto, superiores por varios motivos: 1) reemplazan los molestos cnidocitos por los coloblastos, que en vez de ser pequeños arpones, son inofensivas células pegajosas, 2) tienen suficiente elegancia de tener un poro rectal, que les permite adoptar su forma topológicamente superior, 3) son bioluminiscentes, es decir, que producen su propia luz, y 4) no contentos con producir su propia luz, producen espectaculares despliegues de luces multicolores, con intricados patrones que dejan como amateurs al más orgulloso pavo real. Una imagen vale más que mil palabras:
1001 palabras
Y los videos, los videos son otra cosa: considerando que un video típico tiene 24 cuadros por segundo, cada minuto de video vale por lo menos 1.441.440 palabras (el Quijote tiene solo 377.032 palabras). Por eso es que acá le van millones y millones de palabras:
De nuevo nos desvíamos del objetivo principal: pronto podré escribir acerca de la aventura de la bola de carne que se hace consciente. Pero este texto sirvió para empezar a erradicar una potencial farsa chovinista: los toros tenemos su qué, pero incluso dentro de los animales sin tubos podemos encontrar la inmortalidad y la belleza. Simplemente es que en este planeta el equipo toro ganó, pero no por paliza.
Dos advertencias para antes de seguir con estos párrafos: 1) esto no pretende ser una filosofía exhaustiva de la conciencia; ni siquiera tener perfecta coherencia interna, y 2) es extremadamente probable que los temas que trate aquí (y en todos los textos que publique en adelante) estén expuestos de manera mucho más completa y elegante por verdaderos autores y filósofos. Dicho eso, espero poder compartir con ustedes estas reflexiones, y si puedo generarles algún pensamiento o conversación, entonces mi misión está completa.
¿Qué tanto olvidamos nuestra calidad de bola de carne? Bueno, siendo justos, bola no es el término más preciso para describirnos. En realidad somos más cercanos a un toro. Un toro, para los que no cliquearán el enlace, es una figura geométrica que se asemeja a un anillo, una dona, o una cámara de una rueda. Se caracteriza por tener un «hoyo», y solo un hoyo.
Para los matemáticos, cualquier objeto con un hoyo puede transformarse en (es homeomorfo a) un toro. Esto porque las reglas de un matemático para transformar una figura en otra, incluyen que no podamos hacer nuevos hoyos, ni cerrar los hoyos que ya existen. Como si todo estuviera hecho de plasticina. El resto está casi todo permitido. Entonces, un objeto como una taza, que tiene un hoyo (la oreja de la taza), sigue siendo, estirando y apretando, un toro.
Y los humanos, y casi todos los animales, somos toros. Incluyendo los toros, lo que hace para las vacas todo mucho más confuso. En estricto rigor, podemos resumirnos en líneas generales como primero un cilindro, con un agujero de entrada en la parte de arriba, que conecta sin interrupciones con otro de salida. Y no hay más hoyos, es decir, un toro. Si estiramos y apretamos este toro, le sacamos cuatro o cinco lulos, para las extremidades, y una pelotita donde está un extremo del hoyo, para la cabeza, tenemos un humano. Un par de correcciones posturales, y dos lulos más para los cuernos, y tenemos de vuelta un toro. Las vueltas de la vida.
Este texto iba dirigido a otra farsa, más relacionado con la conciencia y la vida cotidiana, pero esa quedará para un futuro texto. Primero hay que relevar nuestra farsa topológica: de todas las figuras geométricas posibles el cuerpo humano es un toro; no distinto de una lombriz, en el gran esquema de las cosas.
Luego escribiré más acerca de nuestra condición de bola (toro) de carne.