Que nadie me venga con cosas, la relatividad general es una religión

Un viejecito bigotón

Ese viejecito simpaticón, siempre con la lengua afuera. Viejo pícaro. Viejo chascón. Viejo caperuzo. Harto inteligente que era el viejo. Que en 1915 dijo: espacio y tiempo son una misma cosa. También lo dijo por esos mismos años otro bigotón Minkowski, pero no es tan emblemático como el nuestro. 

Y fíjate que ese viejo llegó a una verdad de carácter cósmico. Dijo: esta es una propiedad de la realidad misma: todo cuanto existe está infundido de ella. Tal como las otras propiedades religiosas: Rojo Tios es espantoso, Dios está en todas partes, la rueda del samsara sigue girando. Y bueno, habrá que creerle, porque han accedido a ellas mediante esos métodos en que confiamos. Si yo conociera esos métodos podría llegar a las mismas verdades, ¿cierto? 

Más le vale que sea cierto, porque ahora yo tengo que vivir en un mundo en que la velocidad de la luz es constante y lo que varía es el espacio-tiempo mismo; y la masa, sin olvidarse de la masa, que hace quizás qué diablos con la curvatura de la estructura misma del universo. ¡Y actuar acorde, po! ¡Quizás qué consecuencias traiga cometer alguna herejía! 

Entonces que nadie me venga con ese cuento chino de que la relatividad general no es una religión. O pónle cosmovisión.

La sensación de irreversibilidad del cagazo

Uno de los jurados refirió cómo él estuvo a punto de ahogarse; el otro relató cómo viviendo en el campo, en un sitio alejado de toda farmacia y de todo médico, envenenó a su propio hijo dándole por equivocación vitriolo en vez de bicarbonato de sosa. La criatura sucumbió, y el padre por poco se vuelve loco…

Anton Pavlovich Chejov. «Las sensaciones fuertes»

Me hace falta, mucha falta, en nuestro idioma español, un nombre, una palabra. El nombre para la sensación intensa, totalizante, de la irreversibilidad del cagazo recién cometido.

Lo recuerdo perfectamente. Había que sacarle el hielo al congelador. Había mil doscientas maneras de hacerlo; pero el troglodita interior también tenía que manifestarse. La necesidad de la herramienta paleolítica. El cuchillo como el cincel y el martillo la palma de la mano. La actividad segura. Nada puede salir mal. Cómodo. Lento pero seguro. Cada pedacito de hielo que se desprende me genera una satisfacción superior a reventar esas burbujas de plástico. Una y otra vez. Me atrapa.

—Sigue después.— No quiero. Estoy entretenido. —Deja de hacerlo.— No puedo. Estoy apunto de avanzar un poco. Va a ser glorioso. En algún momento voy a haber avanzado un poco más, y ya va a faltar tan poco, que solo me va a quedar terminar.

Y ese sonido.

Dura apenas un instante. Como una cámara de bici pinchada por un gran clavo. Pero ese sonido cambia el espacio y el tiempo. Cambia los colores del living. Cambia el ruido ambiente. Y me cambia, me cambia como el atropello de un camión gigante. Ese segundo de pura emoción más potente que una semana. ¿Dónde arrancar? La cagué. Irreversiblemente. ¡Un refrigerador completo, por la chucha! Nada que hacer. ¿Quién hubiera pensado que pasaba un tubito de mierda, justo por ahí? Me pican las manos. Conchetumadre. No quiero mirarte. —¿Qué pasó?— Ni siquiera sé bien.

Y ese segundo. Lo reconozco cuando lo veo. Cagazos me he mandado varios. Algo así como que se te rompa un huevo, pero la docena completa. Atravesar ese ventanal. Quebrarle esa patita a la hueaita esa, en vez de arreglarla, quedarse sin bici en el proceso. Pero me falta una palabra.